Monteforte Toledo y el tiempo

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Monteforte Toledo y el tiempo

Por José Toledo Ordóñez

13 de septiembre de 1999

    Siempre me ha perturbado el tiempo, pero aunque parezca extraño nunca  ligado con la muerte. En mi juventud tuve el atrevimiento de escribir algunos versos en donde  manifiesto una constante preocupación por prolongar el pasado en el presente.

    Termino un poema a mi abuela diciendo:  “El tiempo pasa/ temeroso,/ por ti./ Pues tu recuerdo/ muy bien lo sabe,/ lo vencerá”.

    La última novela de Mario Montefore Toledo se titula Unas vísperas muy largas.  El que  conoce al alutor sabe que es eminentemente autobiográfica.

    Su texto contiene alrededor de cuarenta alusiones al tiempo, que denotan una contínua obsesión, referida a los principales personajes: la amante joven, la hija aún más joven, la esposa,  el suegro que muere, el amigo íntimo que agoniza.

    En esta novela no hay un miedo a morir sino un proceso de una vida cuya intensidad provoca un amor que abarca hasta a la muerte. Evidentemente la preocupación por el tiempo está ligada a la conciencia de envejecer; pero no con amargura sino con nostalgia por la vida que se está dejando de vivir.

    Refiriéndose a la Jíbara, la amante que irrumpe como un tornado en su vida, dice:  “No sé por qué; pero cuando se trata de ella suelo recordar el futuro”. “–Además, nos conocemos desde siempre.  – ¿ Qué cosa es siempre?  –Pues… ayer, antier, mañana, después… Lo contrario de hoy” [dice la Jíbara].

    Otra escena describe a indigentes, prostitutas, predicadores y toda clase de personajes que deambulan por el mercado tratando de sobrevivir; alguno de ellos decide invertir  unas monedas en la compra de una vela y un poco de incienso para el santo de su devoción. “Pero éstas no son esperanzas, porque la esperanza es un futuro recordado que alguien o algo nos devuelve para dejarnos definitivamente sin ella. Esa gente sólo cree en el hoy, el único tiempo donde se posee entero el don de la carencia”.

    Entre las ardientes referencias a sus amores con la muchacha dice él:  “En la cama nos abrazamos desesperadamente, como para ganar un largo tiempo perdido”.  Ella afirma que así será siempre y él reflexiona: “Siempre debe ser lo contrario de hoy; así todo se convertiría en presente alentado y fresco… y no habría recuerdo que abrumara de tristeza por no saber llorar”.

    El reencuentro con su esposa también está lleno de alusiones al tiempo.  “Quizás lo malo sea tratar de revivir el pasado. ¿Y si lo dejáramos en paz?”  Increpándole su relación con la muchacha, su mujer le predice mala vida. “Pero vas a aguantar lo más que puedas porque crees que has reencontrado la juventud, hasta que aprendas a envejecer con dignidad”.

    Refiriéndose a la vejez dice: “Es la súbita urgencia de preguntar qué día, qué hora es… Examinar de pronto, igual que si nunca lo hubiésemos visto, el gran campo de la memoria plagado de olvidos que no se sabe dónde están ni en qué consisten”.  Termina diciendo: “Eran las dos y media de la madrugada. ‘Tengo sesentiocho años’, dije en voz alta…Y me puse a llorar”.

    Impresionante es la descripción que hace de un matadero: “Una oveja lamió amorosamente el cuchillo que iba a degollarla. Algunos carneros esperaban su turno y enardecidos por el espectáculo de la muerte trataban de montar a las hembras para dejarles en las entrañas la postrera muestra de su rebeldía y el rescate de la memoria de su vida. Ahí también me estaban destazando a mí hasta que olvidé cómo era eso de existir y me interné tiernamente en mi primera muerte, la que no duele y sólo termina en el recuerdo”.

    Un agorero hindú le adivinó el pasado y predijo que moriría anciano. “Le pregunté qué quiere decir anciano y explicó que cada quién lo sabe a su tiempo. De todos modos me llenó  de gratitud reconocer los objetos, la temperatura, la armonía de la vida cotidiana y maternal donde el pasado es niebla y el porvenir se agradece como venga, con tal de que baste sentir la vida”.

    Hurgando en su memoria, dice: “Me horrorizó descubrir que había comenzado a recordar y que ya no podía detenerme sino en el instante en que dejara de ser viejo y entrara en la calzada gris, amorosa, hospitalaria de la muerte”.  Refiriéndose a unas viejas y amarillentas fotografías, comenta:  “Son testigos de la acumulación del tiempo, de personas que entraron y salieron de nuestra existencia, algunas añorables por lo que nos dejaron de bueno y generoso”.

    De su arrolladora relación con la Jíbara recuerda: “Tomábamos distancia y decíamos ‘mañana, mañana’, como si fuésemos dueños de los relojes… y jugábanos a no separarnos y no morir nunca”. Y añade: “Todos los lugares y todas las horas son nuestros, pensábamos; no hay ayer ni mañana”. Pero: “Miré el reloj, pero no la hora. Sí existía el tiempo”.  Así expresa el personaje su amarga sensación de la realidad.

    En un encuentro con la Ardilla, su hija, interpreta el término “onda” que  usan los jóvenes entre otras cosas para que no los entiendan los adultos: “Onda es hoy, nada más que hoy y aquí, donde están las ‘pilas’, las que se ponen para estar en onda. Ni ayer ni mañana, porque mañana es también lo que se vive hoy”.  Pero: no, definitivamete no quiero contarte el pasado; las historias de los viejos hacen envejecer”.

    Alfonso, un amigo de la niñez, en su lecho de muerte le pide que conserve una de sus prendas más queridas: “Un pequeño reloj de arena que le había enseñado el tiempo del desierto, de los que esperan sin esperanzas”.

    Después de una larga noche de desvelo con la Jíbara, discurre: “Uno no sabe si ha rejuvenecido o envejecido, si ha ganado o perdido un día de vida. Pero ella dijo que éramos eternos; estaba desnuda y se lo creí”.

    Antes del último viaje al quirófano, medita: “Quizá todo haya sido vísperas, unas vísperas muy largas de estos segundos de tumulto sereno…Pero no me dormiré, no me dormiré; yo también quiero ver el espectáculo.  Los demás ya no exiten porque los he olvidado. Por primera vez desde que nací estoy solo. Es hermoso, muy hermoso”. Y con estas palaras acaba la novela.

    Si no se capta la presencia y la función del tiempo como energía motora de los conflictos y las situaciones, no se entiende la novela.

    El tiempo de la vida es las vísperas de la muerte y a la vez la materia de los placeres y las angustias, el hacer y el deshacer de los personajes y el goce de cada instante de la espera.

    La riqueza de anécdotas y sucesos de la historia no rompe su unidad. En casi todas las escenas del proceso hay un aliento poético que conduce a la exaltación y a la entrega.

    En ningún capítulo aparece más rotundamente la cercanía y la suave aceptación de la muerte que en el dedicado al general suegro del personaje central.  El general vivió todos los días junto a la muerte durante la revolución mexicana hasta que la recibió sonriendo al final de su vida.

    Las apreciaciones sobre vida-muerte-tiempo no son de orden filosófico en el libro sino parte de la intimidad y de su manera de ser y proceder.  Cada uno por su lado debe percibir qué son y cuánto van a durar las vísperas y cuánto amor le corresponde dar y recibir.

    Para el autor, seguramente identificado con el pensamiento y el sentimiento del protagonista principal, el tránsito está descrito con primorosa orfebrería en el largo monólogo interior del último capítulo.  Una dolencia inventada por jugar con su hija se transforma sin sortilegio en un mal irreparable y decisivo, cuando lo conducen por última vez al quirófano.

    Mario Monteforte Toledo siempre trata de convertir lo eterno en temporal, la angustia en búsqueda de la libertad.  Es uno de los árboles cuyo privilegio es dar sombra.  Aborrece la vejez, según concentra en palabras ya famosas: “Hay que pasar del amor a la muerte sin detenerse en la vejez”.  Ramón Banús dió una original versión cuando le dijo a Mario: “Vos te vas a morir de juventud”.

    Nada comienza y nada termina sin sentido; el tiempo no sirve para medir los orígenes ni los fines.  Esa es la consoladora clave para muchos enigmas de la novela.

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