El extraterrestre

Semblanza  de Enrique Efraín Recinos Valenzuela

Una nave espacial lo depositó en Xela en 1928. Es ingeniero, urbanista, pintor, escultor, muralista, escenógrafo, ajedrecista y conocedor de música, cine y letras; no por ser chivo es vegetariano; fue corredor olímpico, profesor de matemáticas, de construcción y de una carrera que no existía en Guatemala: arquitectura.  Aprendió a tocar la marimba, el violín y la mandolina. Su más reciente afición es escribir cuentos, aún inéditos.

Su padre –también pintor, músico y además inventor y fabricante de instrumentos musicales– construyó una marimba para dos personas; con  Jorge Sarmientos la cargaban al hombro para dar serenatas a sus enamoradas.

Siempre está dispuesto a ayudar a los estudiantes.  Irradia cordialidad y nunca habla mal de nadie.  Su modestia le impide ser crítico de arte; rehúsa jugar ajedrez por no derrotar al contrincante. Es solitario y tiene una  memoria prodigiosa.

Entró por la puerta grande a la pintura cuando en 1959 ganó un certamen nacional con el cuadro titulado Indigestión de tamales.

Su obra maestra es el Gran Teatro, donde conjuga arquitectura y escultura en armonía con los volcanes y el resto del entorno.  Allí tiene su estudio y deambula por las tramoyas como si fuese el fantasma de la ópera.

La ciudad de Guatemala es un museo vivo de su obra. Además del teatro, hizo la fuente del Parque de la Industria, los murales Crédito Hipotecario Nacional, la Biblioteca Nacional y los murales de la terminal aérea en el  Aereopuerto La Aurora. En su escultura pública expuso con valentía temas sociales; nunca se sometió a presiones políticas.

Su lealtad hacia Guatemala es constante. En el año 1954 comenzaron las dictaduras, la  represión y  la violencia.  Artistas y escritores expresaron sentimientos de cólera e impotencia.  Algunos como él tuvieron el coraje de quedarse en Guatemala; de alguna forma sobrevivió a gobiernos dictatoriales que asesinaron a muchos intelecutales.  Este país le debe demasiado.

Promovió la reconstrucción del Conservatorio Nacional de Música y enriqueció sus paredes con 89 retratos de artistas de diversos países, razas y géneros. Todo esto sin cobrar un solo centavo.  Ha regalado numerosos cuadros para fines culturales. Con una de estas donaciones se inició el Premio de Novela Mario Monteforte Toledo.

Admira la pintura clásica. Estudió a fondo a los grandes maestros buscando no caer en la repetición.  Los respeta, pero a su vez los desafía.  Así surgió una pintura nunca vista, que convierte en arte la realidad histórica de nuestro país.

Cada obra es un nuevo experimento realizado con una técnica extraordinaria. Su paleta es una colección de botes; usa manos y pinceles por igual.  En sus cuadros prevalece un tema central alrededor del cual aparecen pisciformes personajes que, a diferencia de los de El Bosco, están haciendo cualquier otra cosa.

Parte de un fondo negro en donde crea el caos con numerosos colores que son formas abstractas al mismo tiempo, como su propia propuesta ante el tenebrismo de Caravaggio y los experimentos lumínicos de Monet.

El conjunto es un fondo de original puntillismo donde se adivina toda clase de figuras. Sobre esta base coloca formas arquitectoides que continuamente le faltan el respeto a la geometría, como si fuese un Gaudí nacido en el futuro; las curvas se integran gradualmente al entorno en figuras horizontales, creando su propia respuesta al manierismo.

El caos inicial se resuelve en composiciones complejas pero armoniosas; hace lo que siempre quiso hacer: música pintada.

A diferencia de otros artistas su obra no ha pasado por etapas; evoluciona constantemente; es universal y auténtica.

Algunos de sus personajes son recurrentes: la musa inspiradora, monstruos que se nutren de nuestros temores, una pequeña niña siempre  al borde del peligro  y Van Gogh, eternamente castigado aprendiendo a pintar mujeres desnudas. A esta lista hay que añadir a la muy querida Guatemalita, que está a un paso de convertirse en símbolo patrio.

Comenzó a dibujar salvajemente, como él mismo lo cuenta,  a la edad  de seis años. Su dibujo fue espontáneo. Su padre jamás lo influenció; se limitó a guardar cuidadosamente todo lo que hizo.  No lo envió a la escuela porque decía que los otros niños le podían enseñar malcriadezas. Sus temas recurrentes fueron grandes batallas, monstruos, héroes y por supuesto bellas damiselas que merecían ser rescatadas.  A los doce años recuerda que dejó de pintar como un chirís. En realidad jamás lo hizo. Su dibujo infantil carece de las características usuales en los demás chiquillos y refleja tal madurez que lo hace caer en la excepcional categoría de niño prodigio de la pintura. Más adelante hizo historietas donde sensuales heroínas –ahora de moda- luchaban contra el mal.

En el fondo es  moralista. De allí su última  serie de pinturas titulada Los que aman y los que odian. Los que aman, en color blanco sobre grises, se equilibran sin esfuerzo sobre los que odian, en color negro sobre rojos.  En su utopía todos viviremos de una manera artística, bellamente, en un mundo sin cárceles.

Pintó varias decenas de abstractos.  Su pintura titulada Mona Lisa apócrifa pero verdadera es testigo de su transición a lo figurativo. Coquetea con el surrealismo.  Su escultura es expresionista y su pintura esencialmente barroca,  a veces etiquetada como realismo mágico, tal vez por que recurre  a figuras fantasmagóricas. Pinta cosas que se entienden.

Maneja el humorismo delicadamente; es innovador, es audaz, es libre; es misterioso,  es evocador,  es único; es delirante y sexótico.  Es un extraterrestre.  Se llama Efraín Recinos.

José Toledo Ordóñez

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  Escritos
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